Bitácora Republicana
Porfirio Muñoz Ledo
17 de agosto de 2007
La cercanía de la apertura de sesiones del Congreso ha concentrado la curiosidad pública en la escenografía imprevisible del informe presidencial. Y con ello en el recordatorio memorioso de lo ocurrido en ocasiones semejantes desde 1988. Casi dos decenios de turbulencia e innovación parlamentaria. El haberme visto envuelto en momentos culminantes de ese transcurso hace que sea requerido incesantemente por los comunicadores. Sirvan estas reflexiones para cumplimentar algunas de las interrogantes que no he podido responder.
La comparecencia del Ejecutivo ante las cámaras ha sido el termómetro más indicativo de la transición. Las primeras interpelaciones señalarían el fin del mito presidencial y el comienzo del cambio democrático, los escándalos posteriores darían testimonio de conflictos no resueltos y las ceremonias más civilizadas serían el reflejo de los avances democráticos alcanzados.
En términos generales ha existido una relación dialéctica entre el formato congresional y la realidad política del país. Más allá de los excesos y aun las complicidades, los hechos han sido una expresión de la sustancia, del nivel de acuerdo entre los actores políticos y la legitimidad de los gobernantes. Así, el tremendo retroceso que hoy afrontamos deriva de la ruptura de los pactos de la transición.
Los argumentos que se esgrimen en cada circunstancia son posicionales. Los de quienes ejercen hoy el poder se asemejan a los que ayer sostenían quienes lo detentaban, los que esgrimen los acomodaticios también y con mayor razón las tesis de los agraviados. Por ejemplo: en la lógica de fortalecer un presidencialismo averiado, el PAN propuso recientemente mantener intacto el ceremonial pero trasladarlo al 1 de febrero; por su parte, la oposición aceptaría un cambio escénico en correspondencia con el régimen de gobierno que se adopte.
Pareciera haber llegado la hora de la verdad. La ruptura en serio del sistema o su reforma cabal. La disfunción a perpetuidad no es una hipótesis deseable ni sostenible. En la experiencia española estarían de un lado las hordas de Tejero y del otro los pactos políticos que condujeron a una nueva constitucionalidad y a un consenso nacional perdurable. Si la clase política mexicana no sirve para esa tarea, debiera ser jubilada.
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