Publicado en La Jornada
Oaxaca: ocho muertos, ocho
Martes 17 de octubre de 2006
Luis Hernández Navarro
Ocho muertos, ocho. Casi todos de un solo lado. En Oaxaca sólo unos ponen los muertos. La sangre corre por cuenta de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO). También los heridos de bala, los secuestrados, los torturados, los encarcelados sin orden de aprehensión.
Pero casi nada sucede para el poder. El dolor de los deudos, la rabia de los compañeros, el temor de los vecinos, la solidaridad de los paisanos, son ignoradas arriba. Los sacrificados son cadáveres sin nombre, presos sin biografía, heridos sin memoria. No lo dicen, pero el silencio de los poderosos ante tanta atrocidad sugiere que piensan que las víctimas merecieron lo que les sucedió.
¿Dónde están los responsables de los asesinatos de maestros, arquitectos, estudiantes? ¿Dónde se encuentran los torturadores? ¿Qué ha pasado con los pistoleros que han disparado contra la multitud? La respuesta es simple: siguen en libertad, continúan cometiendo delitos, viven en la más absoluta impunidad.
¿Y la autoridad? Si la policía nunca ha sido confiable en México, menos lo es en la Oaxaca de hoy. Ellos, vestidos de civil, han sido los encargados de agredir a los insumisos. Nunca ha resultado tan cierta como ahora en Oaxaca aquella historia en la que, enfrentado un peatón al dilema de caminar por una acera en la que se encuentra con una banda de delincuentes o por otra patrullada por gendarmes, toma el camino menos riesgoso: pasar por donde se encuentran los hampones.
Pero ¿no es una exageración decir que en Oaxaca solamente unos ponen los muertos? ¿Acaso el profesor René Calva, apuñalado el 5 de octubre, no pertenecía a una corriente sindical opuesta a los maestros que exigen la salida del (des)gobernador Ulises Ruiz?
Así es. René Calva era parte de una tendencia gremial opositora a la dirigencia de la sección 22 del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE). Sin embargo, casi nadie cree que su asesinato haya sido obra de la APPO. Por principio de cuentas, porque el movimiento democrático no ha liquidado a ningún opositor. A diferencia de la clase política local, no es así como resuelve sus diferencias. Además, porque el crimen se cometió inmediatamente después de que la Secretaría de Gobernación ofreció al movimiento popular remover los mandos policiales del estado y tomar control directo de ellos, medida rechazada tanto por el Congreso local como por el mandatario. La feroz campaña de medios contra los opositores de Ruiz que siguió a la muerte del maestro Calva es un indicador indiscutible de quiénes fueron los beneficiados con su homicidio.
Hay dos varas para medir la violencia en Oaxaca. La guerra sucia contra los integrantes de la APPO merece apenas unas cuantas líneas ágatas en la mayoría de la prensa escrita nacional, o unos cuantos segundos en los medios electrónicos. La violencia del gobierno del estado en contra de los ciudadanos en rebeldía es presentada como "enfrentamientos". Se esconde así la responsabilidad directa del agresor y se equipara al agredido con su victimario. Horas después todo ha sido olvidado. Los difuntos se desvanecen, son condenados al olvido.
De vez en cuando, la ira popular estalla. La multitud irritada persigue a quienes disparan en contra de ellos. Los detiene, los golpea, los desnuda, los amarra y los exhibe en la plaza pública. Entonces los comentaristas de radio se indignan contra la plebe y su salvajismo, y el secretario de Gobernación advierte que es inadmisible la violencia popular y la justicia por propia mano. Durante días el eco de imágenes, advertencias y sermones condenando los hechos rebota expansivamente en el cuadrante y en periódicos.
El 14 de octubre fue asesinado Alejandro García Hernández. Como casi todos los otros muertos, pertenecía a la APPO. Al grito de ¡Viva Ulises Ruiz! un militar vestido de civil le disparó una bala calibre 22 en la cabeza. Un día después se realizaron las elecciones en Tabasco. Un acto político clave en el futuro inmediato del país, que atrajo la atención de la opinión pública. Todavía estaba fresco el cadáver cuando los comicios taparon la sangre de la víctima. Sin embargo, el macabro mensaje de quienes ordenaron el crimen quedó grabado en las barricadas: en Oaxaca la muerte tiene permiso.
Las viudas y los huérfanos de luchadores cívicos son cada vez más. Quienes han perdido la aceptación de sus gobernados están dispuestos a bañar de sangre la entidad. Si cae Oaxaca, dicen, seguirán Puebla y Veracruz, y, quién sabe, quizá hasta el mismo Felipe Calderón. Con eso chantajean a la nación, o, mejor dicho, al poder.
Ocho muertos, ocho. Los modernos sátrapas parecen no darse cuenta de que el recurso del terror no ha sido eficaz para frenar la lucha. Ignoran que cada muerte que provocan es una razón más para mantener el movimiento con vida. En el imaginario popular Ulises Ruiz ya cayó. Más les vale a los senadores darse cuenta pronto de ello. Cada nuevo féretro de ciudadanos rebeldes que haya que sembrar en territorio oaxaqueño será (es) también su responsabilidad. Como lo es del gobierno federal.
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