Autor: Carlos Manuel Hornelas Pineda
20 septiembre 2007
William Randolph Hearst, el otrora magnate de los rotativos en Estados Unidos, en un alarde del desdén más despótico del que era capaz, sentenció alguna vez: “la libertad de prensa es para quien tiene una”.
Las llamadas reforma electoral y fiscal respectivamente han promovido el activismo de los medios electrónicos como nunca antes en nuestro país.
Específicamente, la reforma electoral ha impactado en las expectativas económicas de las televisoras de manera directa, con lo cual los medios electrónicos se han adjudicado un liderazgo como representantes no sólo de sí mismos sino también de la sociedad, difundiendo una serie de imprecisiones sobre el particular.
Se olvidan acaso que una mentira repetida muchas veces no resulta en verdad absoluta. ¿Hasta qué punto los argumentos presentados en contra de la reforma por los medios se apegan literalmente al texto y hasta qué punto se reconoce una interpretación del mismo?
Entre los aspectos negativos que se han resaltado se pueden enumerar: que la reforma vulnera la libertad de expresión; que es una suerte de revancha de los partidos políticos que en una reacción visceral piden la cabeza de los consejeros del IFE; que es una reforma infame realizada en el amparo de la oscuridad y lejos del conocimiento público; que atenta contra el pacto federal y la soberanía de los estados; que encarece los gastos de los partidos políticos; que demuestra el poder ilimitado del Congreso; que diluye el sistema de ratings en los medios; que impone programación a los concesionarios; que convierten en delincuentes a periodistas que difundan información sobre candidatos y partidos (para bien o para mal); o que representa un retroceso en el camino a la democracia ciudadana, puesto que ahora serán designados directamente por los partidos políticos a conveniencia.
Las televisoras, en un claro despliegue de la tecnología con la que cuentan, han hecho hincapié en que la libertad de expresión y el estado de derecho se vulneraron. Han difundido esta información en todos los espacios de su conglomerado empresarial como algunas estaciones de radio, algunos periódicos, revistas y foros “ciudadanos”.
Esta cuestión reviste en sí misma una paradoja: las televisoras hablan de un derecho vulnerado cuando al mostrar su inconformidad lo ejercen, incluso de manera ostentosa, a través de cuantos recursos disponen.
A la insistencia con la cual han escatimado los logros de la reforma se suma la ligereza de sus argumentos basados en la libre interpretación que hacen de un par de frases extraídas de una versión anterior de la iniciativa, no de la dictaminada: en la modificación del Artículo 41 Constitucional, la prohibición de “contratar o difundir” allanó el segundo aspecto, ante la crítica generalizada de los comunicadores, convertidos en cofradía.
Esta situación deja al descubierto que la actitud con la cual han enfrentado el cambio es meramente cosmética, superficial, accesoria y sobre todo discursiva. No puede entenderse como una preocupación legítima la libertad de expresión cuando son precisamente los medios electrónicos quienes han removido del camino a quienes se expresan de manera distinta al discurso adoptado por la empresa. Recordemos algunos de los episodios de quienes quieren pasar por apóstoles de la verdad.
El otrora tigre, Emilio Azcárraga Milmo, durante el sexenio de Carlos Salinas, habría aseverado contundentemente ante aquél, así como ante otros muchos empresarios prominentes que el era “un soldado del PRI, a quien le debo lo que tengo”. Línea que su barra noticiosa respetó hasta su muerte.
Como hecho significativo el lector recordará la salida de Guillermo Ochoa de la empresa cuando difundió una entrevista que hiciera a Joaquín Hernández Galicia, “La Quina”. Tal vez en esta ocasión la libertad de expresarse no tenía cabida al ser contraria a los intereses de la empresa, del partido, y más aún del presidente en turno.
Los episodios en este sentido pueden desgranarse como una mazorca. Tenemos, por ejemplo el de Ricardo Rocha quien abiertamente demostró su simpatía por el ejército Zapatista de Liberación Nacional y en cuyo espacio dio a conocer nacionalmente la matanza de Aguas Blancas. Otro Guillermo, pero apellidado Ortega, quien antecedió a Joaquín López Dóriga en el Noticiero, salió de Televisa con el pacto de no revelar el motivo. No obstante trascendieron tres razones fundamentales: 1) dar a conocer que en un sondeo escolar el virtual ganador de los comicios presidenciales próximos sería de extracción panista; 2) reconocer en un programa al aire con José Gutiérrez Vivó que vivía en televisa con una especie de “camisa de fuerza”; y por último, sus diferencias con Leopoldo Gómez ante la posibilidad de que haber sido sorprendido hablando con la competencia. Hasta la fecha, Ortega en sus conferencias ante universitarios acepta tajante que el compromiso de un comunicador es “serle leal a la empresa”.
El giro de televisa en cuanto a la información no puede reducirse, como algunos piensan a la entrada en escena de Emilio Azcárraga Jean y la salida de los Zabludovsky sino más bien a dos hechos que merecen mayor atención. El primero de ellos es la competencia real con otra televisora privada, cosa que no había experimentado su padre por décadas. En segundo lugar, a la posibilidad real de que el PRI fuera derrotado en las elecciones presidenciales.
Dicho viraje estratégico significó incluir en la información, actividades de todos los partidos políticos, así como entrevistas a sus líderes y personajes emblemáticos, como aquel que estaba pintando de amarillo el sur de la República. Por vez primera en México, Televisa daba la palabra a esa izquierda antes innombrable.
Así es como las televisoras comerciales practican la libertad de expresión: siendo farol de la calle y oscuridad en su casa.
Poniendo una mordaza a sus comunicadores a quienes releva cuando aquello que dicen no gusta a la gerencia. Éste es el apóstol de la verdad que ahora mediante sus transmisiones quiere dar clase de derecho no sólo a la ciudadanía sino a las cámaras legisladoras, al ejecutivo y a la Corte.
Una de las piezas clave para entender el funcionamiento de la política mexicana es el capítulo reservado a la simbiótica relación entre los medios electrónicos y el poder político. Hasta hace poco, -la semana pasada- dicha convivencia se mantuvo más o menos equilibrada a lo largo de las últimas 4 décadas. No obstante, la última reforma electoral planteada por el Senado ha sido el detonante de una crisis que se dirige a replantear su futuro.
El origen del cisma y principal fuente de las diferencias que ahora se antojan irreconciliables es la firme convicción de ambos de tener la autoridad moral de erigirse como los interlocutores auténticos por excelencia de las necesidades y sentimientos de la ciudadanía.
Se trata pues, de un problema de representación en todos los sentidos del término: representación como idea e interpretación subjetiva del mundo en que vivimos y representación en términos de la capacidad de representar o encarnar la voz de los ciudadanos.
En medio de las posiciones encontradas, estamos los ciudadanos quienes no tenemos una arena como el Senado para plantear nuestras inquietudes ni cámaras y micrófonos transmitiendo en cadena nacional voluntaria para evidenciar nuestro acuerdo o desacuerdo sobre el particular.
En medio de la lucha, nos encontramos los ciudadanos quienes debiéramos ser tratados como los legítimos clientes de los servicios que mal y de malas nos proveen unos y otros a quienes mantenemos con nuestro dinero. A unos a través del erario público al cual contribuimos con nuestros impuestos; a otros, como parte del paquete de audiencia segura prometida a los anunciantes, a quienes terminamos pagando con nuestro salario.
La televisión tiene un pecado original que cimenta y proyecta la relación con el poder. La televisión privada, que hasta hace algunas décadas no tenía competencia, era el más leal corifeo del partido gobernante.
La ratificación del servilismo con el que gozó el partido ocurría cuando un dudoso proceso electoral en 1988 unió a dirigentes y candidatos de partidos políticos de signo distinto a marchar por la calle exigiendo el respeto al voto y arengando a la sociedad civil para que no creyera en Televisa. Eso no es un retroceso como la presente reforma, si acaso un “leve tropezón”.
Los medios públicos, entre los que se cuentan los sistemas estatales de televisión, no salen mejor librados. No es ajeno a nuestro conocimiento que perviven del subsidio que les escatiman los gobiernos locales, quienes no en pocas ocasiones han cedido a la tentación de sustituir noticias por la programación regular de propaganda a favor del gobierno en turno.
Así, los llamados medios públicos que debieran responder a la sociedad a través de su objetividad e imparcialidad terminan siendo una franquicia del partido gobernante.
En cuanto al Senado, cabe destacar que la supuesta consulta a la cual convocó a la sociedad en su conjunto para inspirar la reforma en cuestión, ha sido relegada a un rincón, disolviendo de esa manera el trabajo altruista de quienes participaron en los foros de consulta y contribuyeron en el mejor espíritu ciudadano a la reflexión de la temática en cuestión. Como otras veces, la representación de la ciudadanía que podían haber ejercido, quedó nuevamente en suspenso, postergada para el discurso.
Si los partidos políticos y las televisoras se han asumido como bandos opuestos cabe la pregunta ¿Qué hizo posible unir a las televisoras privadas? ¿Qué pudo hacer que el senado se asumiera como un frente común a pesar de su imposibilidad para llegar a acuerdos en problemáticas más álgidas como el presupuesto, la seguridad nacional o nuestras relaciones diplomáticas? Dos situaciones parecen ser los motores centrales del impulso a la reforma: 1) la posibilidad franca y con el visto bueno de la Corte de las candidaturas ciudadanas, ante la cual las personas comunes y corrientes podrían aspirar a cargos de elección sin ser postulados por los partidos políticos. Esta situación dicen los políticos pervertiría la democracia porque dejaría abierta la posibilidad de que incluso los narcotraficantes se financien su campaña y terminen siendo elegidos, como explica con toda vehemencia, Santiago Creel, quien en carne propia ha probado los favores de particulares y televisoras. Lo dicen senadores que hasta hace poco buscaban la forma de reelegirse, muchos de los cuales llevan trabajando en una y otra cámara al menos doce años.
Por último, la segunda razón alude a un sentido práctico de evitar la negociación de los espacios y tiempos con cada una de las televisoras. El poder fáctico que detentan se ve cada vez más acotado. En los últimos días el ataque al Congreso ha descendido ante el anuncio ¿o chantaje? de que el 20 de septiembre se inicia el proceso para una nueva Ley Federal de Radio y Televisión, que replanteará no sólo el futuro y la convergencia de las comunicaciones digitales, sino de aquellas que puedan sostenerse entre ambas fuerzas.
Los ciudadanos, como espectadores, como clientes seguros del drama que se nos ha anunciado, esperamos el siguiente episodio de la saga del poder de los medios o de los medios del poder.
Publicado en: Periodistas en Linea Org.
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